MANUEL SCORZA: EL CANTO INEXTINGUIBLEQUE DEJÓ
Por Teodoro J. Morales
Tantos hermosos
testimonios literarios duermen en el silencio del olvido; no hay día, en el que
no descubra uno nuevo. Manuel Scorza (1) en su libro “Adioses” (2) entrega un sentimiento de vida, fruto de lo que le
tocó a su mundo personal; el que, lo viven todos en algún momento de su
existencia. No siempre uno se detiene a hacer un examen de esos actos, ni se
rememora esos instantes de dicha y gozo indescriptible que se vive; esos
momentos … solo, los verdaderos poetas, lo perennizan en su palabra (“Yo sé que un día las gentes / querrán saber
por qué hay tanto rocío en las praderas, / yo sé que un día / irán ansiosas a
los campos, / seguirán los hilos de los prados, / y a través de las florestas /
llegarán hasta mi pecho, / y comprenderán, / -lo siento estoy sintiéndolo, /
que es mi amor quien platea por ti el mundo en las mañanas, / y verán esta
hoguera. (…) “Desde ciudades
enterradas, / desde salones sumergidos, / desde balcones lejanísimos, / verás
este amor, / y escucharas mi voz / ardiendo de hermosura, / y comprenderás que
sólo por ti he cantado”. Es una emoción de vida la que habla.
Todos
los sueños que se vive, nacen como obra del amor; todo lo que se hace, tiene el
sello de ese sentimiento. No hay nada que no haya sido tocado por ese embrujo,
cuando uno ama. No todos le dan vida a la palabra, eso uno lo descubre cuando
lee un libro como el que comento. Uno se siente vivir, cuando se encuentra
frente a esa verdad, cuando ha sido escrita: (“Yo veía las cosas más sencillas / volverse misteriosas / cuando Ella
las tocaba. / Las estrellas de la noche / ¿Quién sino Ella las sembraba? (…)
“Los días de esmeralda, / los pájaros tranquilos, / los rocíos azules / ¡Ella
los creaba!. (…) “Yo me emocionaba / con sólo verla pisar la hierba / ¡Ah, si
tus ojos me miraran todavía! / Esta noche no tendría tanta noche. / Esta noche
la lluvia caería sin mojarme. (…) “Por qué la lluvia no empapa / a los que se
pierden / en el bosque de sus sueños relucientes, / y sus días no terminan / y
son sus noches transparentes”.
El
poeta descubre con sencillez e inocencia, en lo que escribe, la vida; ese
misterio como luz y fuego despierta en el nacimiento de todo lo que existe, de
todo lo que tiene alma; hasta las cosas y los hechos más insignificantes cobran
vida cuando se les transmite esa fuerza o ese soplo de vida con el que se
transforma o transfigura todo. En el despertar de ese misterio, está la verdad
de todo. La vida uno la bebe a diario como agua de ese manantial eterno que es
la existencia. El poeta inventa a su musa, ella lo motiva y le da una razón
para escribir; al hacerlo, habla del amor, de aquel sentimiento tan hermoso que
nos hace vivir; y termina por decir: “En
tu ausencia / mi corazón todas las tardes muere”.
Hay
dulzura en la expresión, es la fuerza mágica que hace hablar al silencio (“¿Qué son las luciérnagas / sino remotas
luces / que extintos amadores antaño encendieron? / ¿Qué son sino carbones / de
hogueras que perduran, / tras que sus caras y sus bocas se rompíeron?”).
El
amor no es nuevo, sin duda, nació al mismo tiempo que la misma vida; no puede
existir, el uno sin lo otro. El amor es la razón de ser de toda vida: (“Voy a la casa donde no viviremos / a mirar
los muros que no se levantarán” (…) “Paseo las estancias / y abro las ventanas
/ para que entre el tiempo de Ayer envejecido. (…) “¡Si vieras! /* Entre las
buganvillas / cansadamente juegan / los hijos que jamás tendremos”).
Ese
deseo de vida que con amor nace, en determinado momento a veces pierde su
inocencia y esa frescura con el que enciende hogueras; entonces la racionalidad
busca no impactos de sentimiento, sino justificaciones cerebrales de conocimiento.
No es el corazón el que construye, es el cerebro el que trata de encontrar
verdades como formulas abstractas, no para llegar a conocerse como persona que
es, sino para pretender llegar a conocer a Dios; y se pierde en divagaciones
que nadan en el vacío.
En
la vida construimos muchos sueños, que quedan como tales; los que pasados los
años nos hacen vivir: (“Ibamos a vivir
toda la vida juntos. / Ibamos a morir toda la muerte juntos. / Adiós. / No sé
si sabes lo que quiere decir adiós. / Adiós quiere decir ya no mirarse nunca, /
vivir entre otras gentes, / reírse entre otras cosas, / morirse de otras penas. / Adiós es separarse,
¿entiendes?, separarse, / olvidando, como traje inútil, la juventud”.
En
esa complicación que genera el intelecto surge otra estación de vida. No son
las fantasías los que hacen los ropajes de la vida, no son los sueños los que dimensionan
los hechos, no es la imaginación la que inventa aquello que alegra el alma nuestra; es el amor, el que lo
genera: (“Es tarde: / mi corazón
calcinado / apenas soporta sus cenizas, / y aunque estás cercana, / y quiero
llamarte / mudas están las hogueras / donde antaño ardieron/ airadas voces
tiernas. / Mi tristeza ya no puede / ni con el peso del rocío. (…) “Es tarde: /
la vida se gasta en actos vanos; / todo acaba en fantasma. / Es tarde: / detrás
de mis ojos / ya no hay nadie”).
No
entender eso, es no haber vivido. Muchos nadan contra la corriente, en una
locura sin retorno; es un perderse en el vacío de la nada. Hay un
descubrimiento de la soledad, cuando aquel encanto falta: (“En la memoria sólo una calle queda / por donde
caminas lentamente. / Ya casi no te miro, / y el moribundo sol, atardeciendo, /
te torna cada día más pequeña”. (…) “Cuando termine de contar esta agonía, /
otro hombre se levantará de esta mesa. (…) “Tal vez él no recuerde / ¡Pero yo
me acuerdo tanto! / ¡Si supieras cuánto te recuerdo!”).
Todos
temen al olvido; claro que, es el peor castigo. Es vivir sin dejar huella, es
como un pasar de prisa sin que nadie lo advierta. En ese devenir del tiempo se
pierden casi todos, sin entender nunca él por que nacieron. Muchos viven una
existencia de ese modo; en más de las veces, sin llegar ni siquiera a conocerse.
(“Con rencorosa mano escribí tu elegía:
/ vi al alba tu hermosura, / bebí tu ardiente melodía, / y cerca ya a la noche,
/ los daños se fatigan / y no vuelves a mí los ojos. / Mi amor anciano se
reclina / En el hombro poderoso de la muerte”).
Muchos
teniéndolo buscan aquello del que ya son dueños, y lo pierden; se desesperan
tratando de encontrar lejos lo que está en ellos mismos. En esa manera contradictoria
de vivir, está la razón de la insatisfacción de ser de todas las filosofías;
eso, quizá sea consecuencia de no entender que las grandes verdades está en el
corazón de todo lo sencillo; uno se pierde y extravía, cuando trata de
encontrar la verdad en la complejidad de lo abstracto: (“Sólo para que me veas, / ilumino mi rostro oscurecido! / ¡Sólo para que
en algún lugar me mires / enciendo, con mis sueños, esta hoguera!).
Cuanta
verdad toca uno a diario, y no es consciente de eso. Construimos escaleras
queriendo llegar al cielo; tratamos de construir torres de babel, y nos
perdemos en una confusión total, en la que ni nosotros mismos nos entendemos.
(“Entre mi dolor y tu silencio, / hay
una calle por donde te alejas lentamente”).
Nos siempre
uno encuentra un libro como el que motiva este artículo. Las palabras duermen silenciosamente la suerte del olvido cuando son
como ánforas vacías, pero, cuando son depositarias de vida uno las siente
palpitar: todo se transfigura, cobra color y vida. I desde ese polvo aparente
que lo cubre como a algo sin vida, se levanta la vida como aquel “Ave Fénix, y se
hace el milagro. ( El hombre enceguecido / no escucha las campanas
silenciosas de la hierba, / hasta que encuentra en los caminos, / como culebra,
su antigua piel, / y reconoce entre las ruinas / su vieja máscara oxidada, / y
se detiene a recordar lo que amó, / y descubre agujeros rotos / do eran ojos
fulgurantes, / porque el tiempo crudelísimo / injurio el Rostro Puro, / y los años
nos pusieron / anteojos de melancolía, / con los que se mira la ruina”).
Pocos son los libros que se
adentran en la propia existencia del ser humano, los que nos hace vivir esa
realidad como propia; los más, son simples depositarios de palabras muertas; de
los que nunca asoma un sol, para dar luz. Hay esta la honda verdad: de quien
es, y no es poeta.
NOTAS:
(1).- Manuel Scorza, nació en Lima en 1928.
Poeta y Editor. Estudió la secundaria en el Colegio Salesiano de Huancayo, y
los concluyó en el Colegio Militar Leoncio Prado” de Lima. En poesía, publicó:
“Las Imprecaciones” (México 1954); “Los Adioses!” (1958); “Desengaños del Mago”
(Lima 1961); y, “Réquiem para un gentilhombre” (Lima 1962).
(2).- “Los Adioses” de Manuel Scorza. Colección “El
centauro”. Festival del Libro, 71 pp. Imprenta Torres Aguirre S. A.