Sunday, April 2, 2017

CARLOS ORIHUELA CON “VALLE DE ENTONCES” INGRESA A LA NARRACIÓN (Por Teodoro J.Morales)

CARLOS ORIHUELA CON “VALLE DE 

ENTONCES” INGRESA

A LA NARRACIÓN

Por Teodoro J.Morales




En uno de sus viajes, a Tarma, Carlos Orihuela (1), en una Tertulia tenida en la Casa de la Cultura, anunciaba, la publicación del libro, el título era “El Cabezuela y otros Relatos”; esa obra, finalmente fue impresa con el título ”Valle de Entonces” (2).
Los tarmeños conocemos a Carlos, como poeta, así lo presentan sus libros y plaquetas que publicó: “Dimensión de la Palabra” (1974); “A Ras del Tiempo” (Plaqueta – 1977); “Abordar la Bestia” (1986), “Nube Gris” “(2001); claro, eso, en modo alguno, impedía a que ingrese al trabajo narrativo.
Es cierto, no es común que un escritor sea poeta y narrador al mismo tiempo, con la misma calidad, en ambos géneros; pero, en Tarma, tenemos casos como el de Eleodoro Vargas Vicuña, fue un escritor excepciones tanto en la poesía como en la narración, haciéndose merecedor al Premio Nacional de Poesía Fomento a la Cultura “José Santos Chocano” (1959) con “Zora, Imagen de Poesía”; y, al Premio Nacional de Novela Fomento a la Cultura “Ricardo Palma” (1964) con “Taita Cristo”. Eleodoro, trabajó con la misma maestría ambos géneros; igual, Andrés Mendizábal Suárez, trabaja la Poesía y la narración con igual acierto, quien, se hizo merecedor al Premio Nacional de Literatura Infantil con “El Colibrí Tornasol y sus Amigos”, y/a premios por su trabajo en poesía; y de seguro, si revisáramos detenidamente la obra de los escritores que se tiene en el país, sumariamos a los anteriores, muchos otros nombres.
Luego de un preámbulo, como el que antecede, que sirve de marco a lo que viene, diré: “Valle de Entonces”: son catorce relatos, en los que ─el autor─ recrea momentos vivenciales que tuvo en Tarma, en la etapa de su adolescencia.
Luego de leer el libro: siento, volver a reencontrarme con momentos que fueron y con emociones que tuvimos en uno u otro momento de nuestras vidas, con aquellas locuras muy propias de un niño y un adolescente, en etapa de estudiante, en la que fuimos actores de hechos similares a las historias que se relatan y están en este libro; en esa etapa de heroicidad que tuvimos, los días se atiborraban de sueños fantasiosos y románticos. muchos de los cuales, corrido los años, se ven realizados en la literatura. .
El Tiempo del Trompo: es toda una estampa de uno de los juegos que tuvimos en aquella etapa de nuestra niñez, en el que: los juegos llenaban de ilusiones nuestras vidas. Carlos Orihuela, describe aquel momento, que devuelve a nuestros recuerdos hechos vivenciales que ya íbamos olvidando, y nos vuelve a hacer vivir aquellos momentos en el que un niño trata de “someter al escurridizo juguete, obligarlo, como a una mascota, a maromas, a impensadas acrobacias”.
Esos hechos, devuelve a la memoria de Carlos, a: Chicle Arenas, Chato Altman, Tuta Andrade, y, Caballito Espinoza; que tiempos los de entonces, en los que había que saber de “los secretos del cordel, los movimientos de las manos, los desplazamientos del cuerpo, la cabeza y los dedos”; así como, saber reconocer las ventajas del terreno “declives, depresiones, efectos de la arena, el polvo y las piedras”; o conocer de “diseños, defectos y materiales” de un trompo (mucho tiene que ver –en ese juego- conocer de los secretos en el lanzamiento, la preparación de cordeles, y las técnicas en el arreo); y que decir, las reglas que se observa en aquel juego.
Carlos Orihuela, nos devuelve a tiempos que fueron, para hacerlo, no deja de lado el lenguaje y la terminología propia que tiene ese juego: “Chantar”, “Arreador”, “cocina”, “mancas”, “cushpis” o “cahua”; no inventa nada, devuelve a la vida hechos que vivió y vivimos, y las inmortaliza en su palabra.
El jugador –en ese juego- tiene que demostrar sus habilidades, su originalidad; controlar el trompo sobre las más escarpadas superficies: las manos, los dedos, los hombros, la mandíbula, la cabeza y hasta la nariz y la espalda; sacarle zumbidos espaciales, chillidos de violín o pájaros, vibraciones de ametralladora o redobles de tambor; hacerle dar saltitos de gallos de pelea o brincos de boxeador; hacerle dibujar ochos, caracoles, zigzags o líneas serpenteadas, en fin, todo lo imposible para un público siempre insatisfecho. Hay que haber vivido todo eso, para recrear con maestría aquellos momentos que desataba pasiones colectivas. Hay que haber sentido esas emociones, propias de una etapa de heroicidad, vividas en nuestra niñez, para hablar o escribir de la manera que lo hace Carlos, y él lo vivió; tanto que confiesa confidencialmente: “No pretendíamos hacernos campeones, luchábamos sólo por atenuar la marginalidad. Por mantenernos dentro de ese mundo al que sentíamos pertenecer”.
Los relatos de “Valle de Entonces” fueron escritos no solo con la intención de recrear momentos que se vivieron, para que no mueran nunca; hay algo más: ellos encierran mensajes de verdadera formación social; por ejemplo, en El Cabezuela, relata la historia de un personaje que no falta en toda Institución Educativa, aquel estudiante díscolo que rompe todos los esquemas establecidos y no respeta ninguna norma, para él que no existe valores que sujete su conducta, que lo lleva a hacer de las suyas y/a imponer su modo de ser y sus caprichos, haciendo leña de todo aquel que se le opone como obstáculo en su camino… “nadie podía con él en la sección, que, se paseaba hasta sobre los profes”. Este limeño “vino a cambiar la vida de la promoción donde todos nos conocíamos desde la primaria”. Carlos Orihuela, en este relato, cuenta lo que sucedía a los profesores que osaban ponerle un cero, a esos, el cabezuela, los buscaba el viernes por la noche en la chingana después del fulbito, lugar que frecuentaban, donde “ (…) “después de cuatro cervezas (que se tomaba) se hacía el borracho y les conectaba un par de derechazos y los mandaba a dormir y nadie podía quejarse porque no podían correr a la comisaria diciendo que uno de sus alumnos los había masacrado en un bar”.
El cabezuela, en el relato, en menos de dos meses, había impuesto su ley; arrasó con todo y con todos “en especial con los más recios los de la selección de fútbol”; y, los más pintados (“Toro Quintana”, “Goliat Rimari”, “Cholo Valentín”, “Alacrán Díaz”) cayeron uno a uno. Los había esclavizado en un dos por tres en su propia casa, sujetándolos a sus caprichos; había empezado por los más débiles, y termino con los más pintados; así fue, uno a uno, los sojuzgó; cuando creía haber terminado con todos, que no quedaba nadie que le pudiera hacer sombra; uno, a quien no tomo en cuenta, al final de la historia, puso término a aquello; ese personaje que pasó inadvertido, dice “nos tocaba el turno alguna vez nos llega y demora en regresar si la desaprovechas”. Así como el cabezuela había estructurado su plan para avasallarlos, aquel, le preparó lo suyo, “había que mandarlo al infierno madrugarlo darle de su propia medicina tú lo sabes a maldito maldito y medio ¿o no te has dado cuenta? El mensaje, es claro: No hay que dejarse avasallar por nadie, y si se da ese peligro hay que luchar para no perder esa libertad a la que tiene derecho toda persona; y en, el Partido Final, habla de esas tardes deportivas, en las que se defiende los colores de un Colegio; en este relato, el tripita Pérez, es el que hacía las tardes con sus goles, con su juego, con su picardía; “hacía goles de media cancha, de caracol, de pescadito, se desbordaba por las alas, avanzaba indetenible, como una centella, barría a la defensa, penetraba al área chica, y sus golazos eran una explosión en el pecho. Era un genio en el campo de juego “sus quiebres, sus bajaditas de pecho, sus colocaditas de taco, sus cañonazos al rincón de las animas”. Era la pieza imprescindible del equipo. En esa emoción juvenil, en el que con cariño defienden los colores de su equipo, en   los que se suda la camiseta para alcanzar el triunfo y la gloria. Este relato, si bien habla de esos momentos de efervescencia juvenil en el que se desbordan emociones, enseña que esa juventud en medio de todo aquello, va formándose y alcanza la madurez, y entiende que no debe condicionarse el triunfo a un jugador sino actuarse en función al equipo, no importando la ausencia de un jugador por más bueno que sea; y en el caso de El Parido Final, los alumnos llegan a entender que la falta de Tripita Pérez no debía de ser determinante, que, “los partidos se jugaban dentro y fuera de la cancha antes y durante el juego”, y, ese día, en el que se jugaba el desempate, la clasificación”, en el campo estaba su equipo y ellos estaban ahí para alentarlo; y cuando se invitó a salir a los equipos, se levantaron “enfurecidos, nadie grito el nombre de tripita, no nos importaba ya su ausencia, esperábamos a nuestro equipo, nos sobraba rabia para aplastar a cualquiera, coreábamos el nombre de nuestro colegio, sólo de nuestro colegio, puestos de pie”; así crece y madura la juventud, así, encuentra su camino, con entereza y pundonor conquistan la gloria, peleando con lealtad, con esfuerzo, con ese cariño que los identifica a aquello que consideran suyo y se deben.
Este relato, nos devuelve a momentos de cuando fuimos estudiantes de las aulas, de profesores y de compañeros que se tuvo.
¡Pasó Linorio!.- Es un relato, en el que se devuelve a la vida a un personaje casi irreal: un ilusionista que se avecindó en Tarma, dueño de mil suertes. Tenía una tienda en la esquina de las calles Lima y Pasco, Carlos Orihuela, lo describe con realismo, tanto que, nos encontramos frente a esa persona que fue “de aspecto foráneo, de  edad indefinida, como si siempre hubiera existido al borde de la vejez, “alto, huesudo, de piel clara y amarillenta, canoso, cuerpo enjuto y movimientos medidos”; habla del medio en el que movía su actividad diaria, en el que se le conoció “una cueva estrecha e irrespirable, atiborrada de libros viejos, revistas apolilladas, trastos menudos, oxidados, mohosos, mutilados y desportillados; lúgubre de día e iluminada por las noches por un foco mortecino”; en el que grandes y chicos encontraban “hasta lo inimaginable” (…) “tesoros baratos que podían despertar la envidia en el colegio y el barrio”. Linorio, a más de vendedor, era un ilusionista que ganó prestigio con sus actuaciones; en sus presentaciones “vestido de un brioso pero agonizante smoking y un gastado sombrero de copa, creaba ilusiones tantas, desconcertantes algunas… Carlos, recuerda, “el espectáculo deprimente y sobrecogedor” de su velorio”, el que lo “persiguió por muchos años, incluso en su adolescencia cuando enfrentaba sus primeras experiencias de independencia y soledad”.
Linorio, así como llegó, se esfumo luego de su muerte con el correr de los años; Carlos Orihuela, hasta cuando abandono su niñez y se vio forzado a la renuncia de la fantasía, la seducción de la magia y las travesuras callejeras, no lo olvido; pero el resto, lo olvido; al igual que, se olvidó aquello de “Lino…Lino…Linorio”, palabras con las que se acostumbraba conjurar reveses, o alguna maldición que se cruzaba por nuestro camino amenazando nuestra tranquilidad.
El Gringo Fierrero, es otro personaje. Un gringo, inmigrante yugoslavo; llegó a Tarma, como “uno de esos fantasmas rubios, bastante más pobre y triste, que con cierta frecuencia interrumpían nuestra rutina provinciana” y se estableció en nuestra ciudad, sentando sus reales en ella. El gringo, auscultaba “con afanes de sabueso y voracidad de gallinazo, entre los basureros y depósitos de chatarra, de los que coleccionaba fierros oxidados y partes inservibles de maquinarias y carros abandonados que luego se los llevaba en costales”. Un domingo, en la feria dominical, se le encontró como negociante, “había ampliado su vocación de simple colector de cachivaches a la de vendedor ambulante”, y se ganó “el reconocimiento de ciudadano honorario, contribuyente a la limpieza pública y fundador de una línea comercial de suprema utilidad”; y luego, de un duro bregar, construyó su vivienda en una de las cimas más elevadas del cerro de la Cruz de Año Nuevo. Más tarde se contó historias que corrieron, a las que muchos dieron pábulo, las que así como nacieron terminaron esfumándose.
Lo cierto es que, este enigmático forastero, que llegó casi como un extraterrestre, se había insertado, a fuerza de trabajo, tenacidad y desconcertante extravagancia, en la médula misma de la comunidad hasta convertirse en un ciudadano ejemplar.
Carlos Orihuela, en Valle de Entonces, recrea momentos que fueron, por eso, el título que le dio: recuerda hechos que se fijaron en su memoria, y que esperaban ser inmortalizadas en la palabra.- La realidad de vida que da origen a los relatos del libro, habla de Tarma; de seguro, muchos tarmeños, se encontraran viviendo en él, con las mismas emociones de entonces; no se trata de simples relatos escritos para llenar un entretenimiento,  nada de eso, todo aquello tiene una significación más honda.
En verdad: hay muchos hechos de vida, que –los escritores y artistas-no deberíamos dejar que mueran; deberíamos hacer que no exista tiempo, y que la eternidad sea en ellos; por qué, en esas vivencias esta lo que somos: nuestra identidad, nuestra tierra, nuestra familia, nuestro futuro.- Luego de la lectura de este libro, en verdad, uno sale reconfortado. Tarma, está viviendo en él; y con vivencias nuestras, enseña que: solo haciendo caminar a nuestras  inquietudes, aquellas dejaran de ser sueños y se convertirán en realidades que llenaran de emoción nuestras vidas, como este libro, que Carlos Orihuela pone en nuestras manos.



NOTAS:

(1).- Carlos L. Orihuela Espinoza.- Poeta, narrador, crítico literario y profesor universitario. Nació en la ciudad de Tarma (Perú) el 18 de agosto de 1948. Hijo de Enrique Orihuela Amaya y Eva Espinoza. Estudió primaria y secundaria en el Colegio San Vicente de Paúl, concluyendo su secundaria en el Colegio San Ramón de Tarma. Luego estudió en el Instituto Pedagógico Nacional de Lima, y   en la Universidad Nacional de San Marcos donde obtuvo el grado de Licenciado en Literatura; Maestría y Doctorado por la Universidad de Pittsburgh (Estados Unidos). Realizó estudios de postgrado en Literatura Española y linguistica en Madrid (España).


(2).- “Valle de Entonces” de Carlos L. Orihuela, 182 pp. Primera edición: Lima, 2012. Hipocampo Editores. La portada es un diseño del escultor Edmer Montes, en el cual se incluye la recreación de un óleo de José Espinoza Oscanoa realizada por Carlos L. Espinoza.

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