CARLOS ORIHUELA CON “VALLE DE
ENTONCES” INGRESA
A LA NARRACIÓN
Por Teodoro J.Morales
En uno de sus viajes, a Tarma,
Carlos Orihuela (1), en una Tertulia tenida en la Casa de la Cultura, anunciaba, la publicación del libro, el título
era “El Cabezuela y otros Relatos”;
esa obra, finalmente fue impresa con el título ”Valle de Entonces” (2).
Los
tarmeños conocemos a Carlos, como poeta, así lo presentan sus libros y
plaquetas que publicó: “Dimensión de la
Palabra” (1974); “A Ras del Tiempo”
(Plaqueta – 1977); “Abordar la Bestia”
(1986), “Nube Gris” “(2001); claro,
eso, en modo alguno, impedía a que ingrese al trabajo narrativo.
Es
cierto, no es común que un escritor sea poeta y narrador al mismo tiempo, con
la misma calidad, en ambos géneros; pero, en Tarma, tenemos casos como el de
Eleodoro Vargas Vicuña, fue un escritor excepciones tanto en la poesía como en
la narración, haciéndose merecedor al Premio Nacional de Poesía Fomento a la
Cultura “José Santos Chocano” (1959) con “Zora,
Imagen de Poesía”; y, al Premio Nacional de Novela Fomento a la Cultura
“Ricardo Palma” (1964) con “Taita Cristo”.
Eleodoro, trabajó con la misma maestría ambos géneros; igual, Andrés Mendizábal
Suárez, trabaja la Poesía y la narración con igual acierto, quien, se hizo
merecedor al Premio Nacional de Literatura Infantil con “El Colibrí Tornasol y sus Amigos”, y/a premios por su trabajo en poesía;
y de seguro, si revisáramos detenidamente la obra de los escritores que se
tiene en el país, sumariamos a los anteriores, muchos otros nombres.
Luego
de un preámbulo, como el que antecede, que sirve de marco a lo que viene, diré:
“Valle de Entonces”: son catorce
relatos, en los que ─el autor─ recrea momentos vivenciales que tuvo en Tarma,
en la etapa de su adolescencia.
Luego
de leer el libro: siento, volver a reencontrarme con momentos que fueron y con
emociones que tuvimos en uno u otro momento de nuestras vidas, con aquellas
locuras muy propias de un niño y un adolescente, en etapa de estudiante, en la
que fuimos actores de hechos similares a las historias que se relatan y están
en este libro; en esa etapa de heroicidad que tuvimos, los días se atiborraban
de sueños fantasiosos y románticos. muchos de los cuales, corrido los años, se
ven realizados en la literatura. .
El Tiempo del Trompo: es
toda una estampa de uno de los juegos que tuvimos en aquella etapa de nuestra
niñez, en el que: los juegos llenaban de ilusiones nuestras vidas. Carlos
Orihuela, describe aquel momento, que devuelve a nuestros recuerdos hechos
vivenciales que ya íbamos olvidando, y nos vuelve a hacer vivir aquellos
momentos en el que un niño trata de “someter al escurridizo juguete, obligarlo,
como a una mascota, a maromas, a impensadas acrobacias”.
Esos
hechos, devuelve a la memoria de Carlos, a: Chicle Arenas, Chato Altman, Tuta Andrade, y, Caballito Espinoza;
que tiempos los de entonces, en los que había que saber de “los secretos del
cordel, los movimientos de las manos, los desplazamientos del cuerpo, la cabeza
y los dedos”; así como, saber reconocer las ventajas del terreno “declives,
depresiones, efectos de la arena, el polvo y las piedras”; o conocer de
“diseños, defectos y materiales” de un trompo (mucho tiene que ver –en ese
juego- conocer de los secretos en el lanzamiento, la preparación de cordeles, y
las técnicas en el arreo); y que decir, las reglas que se observa en aquel juego.
Carlos
Orihuela, nos devuelve a tiempos que fueron, para hacerlo, no deja de lado el
lenguaje y la terminología propia que tiene ese juego: “Chantar”, “Arreador”, “cocina”, “mancas”, “cushpis” o “cahua”; no
inventa nada, devuelve a la vida hechos que vivió y vivimos, y las inmortaliza
en su palabra.
El
jugador –en ese juego- tiene que demostrar sus habilidades, su originalidad;
controlar el trompo sobre las más escarpadas superficies: las manos, los dedos,
los hombros, la mandíbula, la cabeza y hasta la nariz y la espalda; sacarle
zumbidos espaciales, chillidos de violín o pájaros, vibraciones de
ametralladora o redobles de tambor; hacerle dar saltitos de gallos de pelea o
brincos de boxeador; hacerle dibujar ochos, caracoles, zigzags o líneas
serpenteadas, en fin, todo lo imposible para un público siempre insatisfecho.
Hay que haber vivido todo eso, para recrear con maestría aquellos momentos que
desataba pasiones colectivas. Hay que haber sentido esas emociones, propias de
una etapa de heroicidad, vividas en nuestra niñez, para hablar o escribir de la
manera que lo hace Carlos, y él lo vivió; tanto que confiesa confidencialmente:
“No pretendíamos hacernos campeones,
luchábamos sólo por atenuar la marginalidad. Por mantenernos dentro de ese
mundo al que sentíamos pertenecer”.
Los
relatos de “Valle de Entonces”
fueron escritos no solo con la intención de recrear momentos que se vivieron,
para que no mueran nunca; hay algo más: ellos
encierran mensajes de verdadera formación social; por ejemplo, en El Cabezuela, relata la historia de un
personaje que no falta en toda Institución Educativa, aquel estudiante díscolo
que rompe todos los esquemas establecidos y no respeta ninguna norma, para él
que no existe valores que sujete su conducta, que lo lleva a hacer de las suyas
y/a imponer su modo de ser y sus caprichos, haciendo leña de todo aquel que se
le opone como obstáculo en su camino… “nadie podía con él en la sección, que,
se paseaba hasta sobre los profes”. Este limeño “vino a cambiar la vida de la
promoción donde todos nos conocíamos desde la primaria”. Carlos Orihuela, en
este relato, cuenta lo que sucedía a los profesores que osaban ponerle un cero,
a esos, el cabezuela, los buscaba el viernes por la noche en la chingana
después del fulbito, lugar que frecuentaban, donde “ (…) “después de cuatro
cervezas (que se tomaba) se hacía el borracho y les conectaba un par de
derechazos y los mandaba a dormir y nadie podía quejarse porque no podían
correr a la comisaria diciendo que uno de sus alumnos los había masacrado en un
bar”.
El cabezuela, en
el relato, en menos de dos meses, había impuesto su ley; arrasó con todo y con
todos “en especial con los más recios los de la selección de fútbol”; y, los
más pintados (“Toro Quintana”, “Goliat Rimari”, “Cholo Valentín”, “Alacrán
Díaz”) cayeron uno a uno. Los había esclavizado en un dos por tres en su propia
casa, sujetándolos a sus caprichos; había empezado por los más débiles, y
termino con los más pintados; así fue, uno a uno, los sojuzgó; cuando creía
haber terminado con todos, que no quedaba nadie que le pudiera hacer sombra;
uno, a quien no tomo en cuenta, al final de la historia, puso término a
aquello; ese personaje que pasó inadvertido, dice “nos tocaba el turno alguna
vez nos llega y demora en regresar si la desaprovechas”. Así como el cabezuela
había estructurado su plan para avasallarlos, aquel, le preparó lo suyo, “había
que mandarlo al infierno madrugarlo darle de su propia medicina tú lo sabes a
maldito maldito y medio ¿o no te has dado cuenta? El mensaje, es claro: No hay que dejarse avasallar por nadie, y
si se da ese peligro hay que luchar para no perder esa libertad a la que tiene
derecho toda persona; y en, el Partido
Final, habla de esas tardes deportivas, en las que se defiende los colores
de un Colegio; en este relato, el tripita
Pérez, es el que hacía las tardes con sus goles, con su juego, con su
picardía; “hacía goles de media cancha, de caracol, de pescadito, se desbordaba
por las alas, avanzaba indetenible, como una centella, barría a la defensa,
penetraba al área chica, y sus golazos eran una explosión en el pecho. Era un
genio en el campo de juego “sus quiebres, sus bajaditas de pecho, sus
colocaditas de taco, sus cañonazos al rincón de las animas”. Era la pieza
imprescindible del equipo. En esa emoción juvenil, en el que con cariño
defienden los colores de su equipo, en
los que se suda la camiseta para alcanzar el triunfo y la gloria. Este
relato, si bien habla de esos momentos de efervescencia juvenil en el que se
desbordan emociones, enseña que esa juventud en medio de todo aquello, va
formándose y alcanza la madurez, y entiende que no debe condicionarse el
triunfo a un jugador sino actuarse en función al equipo, no importando la
ausencia de un jugador por más bueno que sea; y en el caso de El Parido Final, los alumnos llegan a
entender que la falta de Tripita Pérez
no debía de ser determinante, que, “los partidos se jugaban dentro y fuera de
la cancha antes y durante el juego”, y, ese día, en el que se jugaba el
desempate, la clasificación”, en el campo estaba su equipo y ellos estaban ahí
para alentarlo; y cuando se invitó a salir a los equipos, se levantaron
“enfurecidos, nadie grito el nombre de tripita, no nos importaba ya su
ausencia, esperábamos a nuestro equipo,
nos sobraba rabia para aplastar a cualquiera, coreábamos el nombre de nuestro
colegio, sólo de nuestro colegio, puestos de pie”; así crece y madura la
juventud, así, encuentra su camino, con entereza y pundonor conquistan la
gloria, peleando con lealtad, con esfuerzo, con ese cariño que los identifica a
aquello que consideran suyo y se deben.
Este
relato, nos devuelve a momentos de cuando fuimos estudiantes de las aulas, de
profesores y de compañeros que se tuvo.
¡Pasó Linorio!.-
Es un relato, en el que se devuelve a la vida a un personaje casi irreal: un
ilusionista que se avecindó en Tarma, dueño de mil suertes. Tenía una tienda en
la esquina de las calles Lima y Pasco, Carlos Orihuela, lo describe con
realismo, tanto que, nos encontramos frente a esa persona que fue “de aspecto
foráneo, de edad indefinida, como si
siempre hubiera existido al borde de la vejez, “alto, huesudo, de piel clara y
amarillenta, canoso, cuerpo enjuto y movimientos medidos”; habla del medio en
el que movía su actividad diaria, en el que se le conoció “una cueva estrecha e
irrespirable, atiborrada de libros viejos, revistas apolilladas, trastos
menudos, oxidados, mohosos, mutilados y desportillados; lúgubre de día e
iluminada por las noches por un foco mortecino”; en el que grandes y chicos
encontraban “hasta lo inimaginable” (…) “tesoros baratos que podían despertar
la envidia en el colegio y el barrio”. Linorio, a más de vendedor, era un
ilusionista que ganó prestigio con sus actuaciones; en sus presentaciones
“vestido de un brioso pero agonizante smoking y un gastado sombrero de copa,
creaba ilusiones tantas, desconcertantes algunas… Carlos, recuerda, “el
espectáculo deprimente y sobrecogedor” de su velorio”, el que lo “persiguió por
muchos años, incluso en su adolescencia cuando enfrentaba sus primeras
experiencias de independencia y soledad”.
Linorio,
así como llegó, se esfumo luego de su muerte con el correr de los años; Carlos
Orihuela, hasta cuando abandono su niñez y se vio forzado a la renuncia de la
fantasía, la seducción de la magia y las travesuras callejeras, no lo olvido;
pero el resto, lo olvido; al igual que, se olvidó aquello de “Lino…Lino…Linorio”, palabras con las
que se acostumbraba conjurar reveses, o alguna maldición que se cruzaba por
nuestro camino amenazando nuestra tranquilidad.
El Gringo Fierrero, es
otro personaje. Un gringo, inmigrante yugoslavo; llegó a Tarma, como “uno de
esos fantasmas rubios, bastante más pobre y triste, que con cierta frecuencia
interrumpían nuestra rutina provinciana” y se estableció en nuestra ciudad,
sentando sus reales en ella. El gringo, auscultaba “con afanes de sabueso y
voracidad de gallinazo, entre los basureros y depósitos de chatarra, de los que
coleccionaba fierros oxidados y partes inservibles de maquinarias y carros
abandonados que luego se los llevaba en costales”. Un domingo, en la feria
dominical, se le encontró como negociante, “había ampliado su vocación de simple
colector de cachivaches a la de vendedor ambulante”, y se ganó “el
reconocimiento de ciudadano honorario, contribuyente a la limpieza pública y
fundador de una línea comercial de suprema utilidad”; y luego, de un duro
bregar, construyó su vivienda en una de las cimas más elevadas del cerro de la
Cruz de Año Nuevo. Más tarde se contó historias que corrieron, a las que muchos
dieron pábulo, las que así como nacieron terminaron esfumándose.
Lo
cierto es que, este enigmático forastero, que llegó casi como un
extraterrestre, se había insertado, a fuerza de trabajo, tenacidad y
desconcertante extravagancia, en la médula misma de la comunidad hasta
convertirse en un ciudadano ejemplar.
Carlos Orihuela, en Valle de Entonces, recrea momentos que fueron, por eso,
el título que le dio: recuerda hechos que se fijaron en su memoria, y que
esperaban ser inmortalizadas en la palabra.- La realidad de vida que da origen
a los relatos del libro, habla de Tarma; de seguro, muchos tarmeños, se encontraran
viviendo en él, con las mismas emociones de entonces; no se trata de simples
relatos escritos para llenar un entretenimiento, nada de eso, todo aquello tiene una
significación más honda.
En
verdad: hay muchos hechos de vida, que –los
escritores y artistas-no deberíamos dejar que mueran; deberíamos hacer que no
exista tiempo, y que la eternidad sea en ellos; por qué, en esas vivencias esta
lo que somos: nuestra identidad, nuestra tierra, nuestra familia, nuestro
futuro.- Luego de la lectura de este libro, en verdad, uno sale reconfortado.
Tarma, está viviendo en él; y con vivencias nuestras, enseña que: solo haciendo caminar a nuestras inquietudes, aquellas dejaran de ser sueños y
se convertirán en realidades que llenaran de emoción nuestras vidas,
como este libro, que Carlos Orihuela pone en nuestras manos.
NOTAS:
(1).- Carlos L. Orihuela Espinoza.- Poeta, narrador, crítico literario y
profesor universitario. Nació en la ciudad de Tarma (Perú) el 18 de agosto de
1948. Hijo de Enrique Orihuela Amaya y Eva Espinoza. Estudió primaria y
secundaria en el Colegio San Vicente de Paúl, concluyendo su secundaria en el
Colegio San Ramón de Tarma. Luego estudió en el Instituto Pedagógico Nacional
de Lima, y en la Universidad Nacional
de San Marcos donde obtuvo el grado de Licenciado en Literatura; Maestría y
Doctorado por la Universidad de Pittsburgh (Estados Unidos). Realizó estudios
de postgrado en Literatura Española y linguistica en Madrid (España).
(2).- “Valle de Entonces” de Carlos L. Orihuela, 182 pp. Primera edición:
Lima, 2012. Hipocampo Editores. La portada es un diseño del escultor Edmer
Montes, en el cual se incluye la recreación de un óleo de José Espinoza Oscanoa
realizada por Carlos L. Espinoza.
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